- 03/06/13
La obesidad, un problema cultural
Ante la tesis que le adjudica al cerebro la responsabilidad de comer de más, un psicoanalista propone abordarlo como un aspecto del malestar en la civilización contemporánea más allá de una decisión biológica.
Por Gerardo Arenas
A fines de abril, The New York Times publicó un artículo de
Kathleen Page y Robert Sherwin cuya traducción, publicada en la revista Ñ del
18 de mayo, se tituló “Por qué cedemos a las tentaciones”. Los autores,
profesores universitarios de medicina en los EE.UU., describen lo que
creen que ocurre en el cerebro cuando vemos, olemos y degustamos un
plato apetitoso. Opinan que estudiar la respuesta cerebral a la
tentación aportará claves para controlar el tsunami de obesidad que
asuela a su país. No desconocen cuánto contribuye a ello el exceso de
alimentos y de propagandas que incitan a comer aun sin hambre, pero
parecen no entenderlo hasta que ciertas “imágenes del cerebro” les
confirman que, cuando un manjar abre el apetito, algunas personas ceden a
la tentación y otras no.
Hasta aquí sólo llama la atención el hecho de que deban hacerse tan sofisticados experimentos de aspecto científico para obtener resultados que todo el mundo ya sabe. Pero se cree haber ganado algo al averiguar qué partes del cerebro intervienen en el proceso y al descubrir el discreto encanto del hipotálamo. En fin. Continuemos.
Según los autores, como la selección natural diseñó el cerebro para épocas de escasez, no preparó a sus coterráneos para afrontar un ambiente abundante en comidas hipercalóricas y baratas. Por eso, concluyen, a fin de combatir la obesidad habrá que entender cómo influye el cerebro en lo que comemos.
Esta argumentación merece varias reflexiones críticas.
Ante todo, muestra una supina ignorancia de la historia, ya que la abundancia de comida no produjo obesidad regional generalizada hasta mediados del siglo XX, mientras las culturas norteamericanas practicantes del potlatch aún hacían otra cosa con esa abundancia. Por lo tanto, este es un problema eminentemente cultural, antes que biológico.
Por otro lado, si bien los autores del artículo notan que el nuevo “entorno” no se caracteriza sólo por la abundancia de comida barata sino también por el exceso de publicidad, sus conclusiones no apuntan a entender cómo esta influye en el incremento del número de obesos, por más que sepan que es decisiva. ¿A qué habrá que atribuir tan palmario descuido?
En tercer lugar, si el objetivo fuese eliminar la “epidemia” de obesidad, ¿no sería más lógico prohibir la producción y venta de comida chatarra y la propaganda de alimentos en general? No hace falta un solo experimento para responder que sí, pero tampoco hay que contar con una bola de cristal para vaticinar que a pesar de eso tal prohibición no se implementará en el gran país del Norte.
En cuarto término, dado que, como todo el mundo sabe (incluso los autores citados), cada año mueren de hambre varios millones de personas en el mundo, una solución virtuosa consistiría en racionar los alimentos donde sobran y regalar el excedente a las regiones que los necesitan, evitando así la obesidad en un país y la hambruna en otros. Pero sabemos que sólo una radical revolución ética lograría que este nuevo potlatch sea implementado.
Por último, cabe revertir el argumento empleado en el artículo y decir que, como la selección natural diseñó el cerebro para épocas de una escasez no tan severa como la que hoy padecen los habitantes de ciertas regiones del globo, no preparó a esos desgraciados hombres, mujeres y niños para afrontar tanta penuria. Con la misma lógica, debería concluirse que para combatir la muerte por ayuno forzado habrá que comprender cómo influye el cerebro en la inanición. ¿Por qué la obesidad no es “epidemia” en Nigeria, por ejemplo? ¿Los hipotálamos nigerianos son diferentes de los norteamericanos?
En suma, al reducir el problema de la obesidad a su presunto resorte biológico en lugar de abordarlo como un aspecto del malestar en la civilización contemporánea, el falaz razonamiento de estos autores no hace más que velar la dura lógica del mercado y la siniestra inmoralidad propia del sistema capitalista. Así pues, algo que se presenta como un serio proyecto científico destinado a remediar un problema muy real –la obesidad en los EE.UU.– resulta ser una nube de humo que, por su forma misma, cierra los ojos a las principales causas del problema. La obscena proliferación de personas obscenamente obesas en ese país no será tratada entonces como un síntoma del desenfreno capitalista ni tampoco como el síntoma visible de la codicia que le es inherente, sino como la desgracia de una ingente cantidad de enfermos incapaces de luchar contra las tentaciones con que el sistema en que viven los bombardea, porque la selección natural los ha dejado inermes.
Demos ahora un paso más y pensemos qué ocurrirá cuando se descubra una droga que permita resistir el impulso de manducarse una pizza o de tragarse una hamburguesa. De inmediato saldrán al mercado medicamentos destinados a esos pobres seres que, como decía Oscar Wilde, pueden resistir todo excepto la tentación. Una nueva rama de la megamillonaria industria farmacológica verá la luz y dispondrá de una vasta población de targets crónicos para colocar sus productos. ¿Pecamos de fantasiosos al imaginar que en futuras tandas publicitarias alternarán tentadores alimentos y nuevas píldoras antitentación? Se invertirán grandes sumas de dinero hasta localizar el gen de la obesidad estadounidense para que cuando un nuevo sobrino del Tío Sam llegue al mundo pueda determinarse con exactitud su propensión a sucumbir al hechizo del hiperabundante hábitat en que crecerá, y así la medicación será preventiva, el número de consumidores de la nueva droga llegará al máximo, y el tiempo de suministro será toda una vida. ¡Buen negocio!
Digámoslo con todas las letras: esto no es ciencia sino pseudociencia al servicio del capitalismo, y su resultado es un cóctel soporífero que no sólo duerme a epistemólogos y filósofos, sino al público consumidor en general. Los artículos de esta calaña, que proliferan, contribuyen a forjar subjetividades incapaces de ceder a la tentación… de criticar sus fundamentos éticos.
Hasta aquí sólo llama la atención el hecho de que deban hacerse tan sofisticados experimentos de aspecto científico para obtener resultados que todo el mundo ya sabe. Pero se cree haber ganado algo al averiguar qué partes del cerebro intervienen en el proceso y al descubrir el discreto encanto del hipotálamo. En fin. Continuemos.
Según los autores, como la selección natural diseñó el cerebro para épocas de escasez, no preparó a sus coterráneos para afrontar un ambiente abundante en comidas hipercalóricas y baratas. Por eso, concluyen, a fin de combatir la obesidad habrá que entender cómo influye el cerebro en lo que comemos.
Esta argumentación merece varias reflexiones críticas.
Ante todo, muestra una supina ignorancia de la historia, ya que la abundancia de comida no produjo obesidad regional generalizada hasta mediados del siglo XX, mientras las culturas norteamericanas practicantes del potlatch aún hacían otra cosa con esa abundancia. Por lo tanto, este es un problema eminentemente cultural, antes que biológico.
Por otro lado, si bien los autores del artículo notan que el nuevo “entorno” no se caracteriza sólo por la abundancia de comida barata sino también por el exceso de publicidad, sus conclusiones no apuntan a entender cómo esta influye en el incremento del número de obesos, por más que sepan que es decisiva. ¿A qué habrá que atribuir tan palmario descuido?
En tercer lugar, si el objetivo fuese eliminar la “epidemia” de obesidad, ¿no sería más lógico prohibir la producción y venta de comida chatarra y la propaganda de alimentos en general? No hace falta un solo experimento para responder que sí, pero tampoco hay que contar con una bola de cristal para vaticinar que a pesar de eso tal prohibición no se implementará en el gran país del Norte.
En cuarto término, dado que, como todo el mundo sabe (incluso los autores citados), cada año mueren de hambre varios millones de personas en el mundo, una solución virtuosa consistiría en racionar los alimentos donde sobran y regalar el excedente a las regiones que los necesitan, evitando así la obesidad en un país y la hambruna en otros. Pero sabemos que sólo una radical revolución ética lograría que este nuevo potlatch sea implementado.
Por último, cabe revertir el argumento empleado en el artículo y decir que, como la selección natural diseñó el cerebro para épocas de una escasez no tan severa como la que hoy padecen los habitantes de ciertas regiones del globo, no preparó a esos desgraciados hombres, mujeres y niños para afrontar tanta penuria. Con la misma lógica, debería concluirse que para combatir la muerte por ayuno forzado habrá que comprender cómo influye el cerebro en la inanición. ¿Por qué la obesidad no es “epidemia” en Nigeria, por ejemplo? ¿Los hipotálamos nigerianos son diferentes de los norteamericanos?
En suma, al reducir el problema de la obesidad a su presunto resorte biológico en lugar de abordarlo como un aspecto del malestar en la civilización contemporánea, el falaz razonamiento de estos autores no hace más que velar la dura lógica del mercado y la siniestra inmoralidad propia del sistema capitalista. Así pues, algo que se presenta como un serio proyecto científico destinado a remediar un problema muy real –la obesidad en los EE.UU.– resulta ser una nube de humo que, por su forma misma, cierra los ojos a las principales causas del problema. La obscena proliferación de personas obscenamente obesas en ese país no será tratada entonces como un síntoma del desenfreno capitalista ni tampoco como el síntoma visible de la codicia que le es inherente, sino como la desgracia de una ingente cantidad de enfermos incapaces de luchar contra las tentaciones con que el sistema en que viven los bombardea, porque la selección natural los ha dejado inermes.
Demos ahora un paso más y pensemos qué ocurrirá cuando se descubra una droga que permita resistir el impulso de manducarse una pizza o de tragarse una hamburguesa. De inmediato saldrán al mercado medicamentos destinados a esos pobres seres que, como decía Oscar Wilde, pueden resistir todo excepto la tentación. Una nueva rama de la megamillonaria industria farmacológica verá la luz y dispondrá de una vasta población de targets crónicos para colocar sus productos. ¿Pecamos de fantasiosos al imaginar que en futuras tandas publicitarias alternarán tentadores alimentos y nuevas píldoras antitentación? Se invertirán grandes sumas de dinero hasta localizar el gen de la obesidad estadounidense para que cuando un nuevo sobrino del Tío Sam llegue al mundo pueda determinarse con exactitud su propensión a sucumbir al hechizo del hiperabundante hábitat en que crecerá, y así la medicación será preventiva, el número de consumidores de la nueva droga llegará al máximo, y el tiempo de suministro será toda una vida. ¡Buen negocio!
Digámoslo con todas las letras: esto no es ciencia sino pseudociencia al servicio del capitalismo, y su resultado es un cóctel soporífero que no sólo duerme a epistemólogos y filósofos, sino al público consumidor en general. Los artículos de esta calaña, que proliferan, contribuyen a forjar subjetividades incapaces de ceder a la tentación… de criticar sus fundamentos éticos.